Víctor del Río
 
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Textos sobre artistas Textos sobre artístas  > 11 personas remuneradas para aprender una frase, Santiado Sierra, 2001
 
 
 

Versión completa del texto publicado en Afinidades efectivas: Santiago Sierra. “11 personas remuneradas para aprender una frase”, Arconoticias, nº 23, primavera 2002, pp. 18-20. ISSN: 1136-6907.

11 personas remuneradas para aprender una frase, Santiago Sierra, 2001
Víctor del Río

El título describe con precisión de qué se trata: “11 personas remuneradas para aprender una frase”. Una acción que se lleva a cabo en la Casa de la Cultura de Zinacantán, México, en marzo de 2001. En la parte exterior del espacio una imagen en blanco y negro de un grupo de mujeres indígenas sentadas sobre un banco avanza la proyección que puede verse dentro. En la entrada un pequeño cartel enmarcado indica a modo de enunciado: “Once mujeres indias tzotziles sin conocimiento alguno de la lengua española fueron reunidas en una sala para enseñarles a decir una frase en Español. La frase era: "Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro." Cobraron 2 usd por persona.” La imagen proyectada dentro confirma la descripción. Lo que puede verse es el reiterado ensayo de esa frase que el grupo de mujeres repite después de una voz masculina que pronuncia correctamente el castellano.

La obra reproduce un esquema que Santiago Sierra ha desarrollado en otras muchas variantes: “133 personas remuneradas para teñir su pelo de rubio” en el Arsenale de Venecia en junio de 2001, “persona remunerada para permanecer atada a un bloque de madera” en el Centro de Arte Santa Mónica, en Barcelona en junio de 2001. En la galería ACE de Nueva York, en marzo del 2000, mantenía a una serie de trabajadores en cajas de embalaje. En septiembre de 1999, en la FIAC de París, trataba de ocupar uno de los stands con una concentración de trabajadores indocumentados. En la calle Regina 51 en México D. F., en mayo de 1998 tatuaba una línea de 30 centímetros sobre una persona remunerada. En Salamanca, en diciembre de 2000, tatuaba a un grupo de cinco prostitutas toxicómanas a cambio de una cantidad de dinero que era el equivalente de una dosis de heroína. El tatuaje no era más que una línea recta en la espalda de las yonquis, a la misma altura en cada una de ellas. Esta pieza tuvo su antecedente en La Habana en enero de 1999. En aquella ocasión fueron 250 centímetros tatuados sobre seis personas remuneradas. Todas estas intervenciones de Santiago Sierra han incidido en esta apropiación temporal del cuerpo de personas y trabajadores que recibían dinero a cambio de su participación. La obra en sí se convierte en un evento laboral remunerado. Pero, la presencia física de los trabajadores y su colaboración ajena a la mecánica del arte imponen una alusión incómoda al espectador.

Esa estructura tautológica es el planteamiento de un problema y se describe con frialdad, como un enunciado escolar, con la monotonía de un inventario. Sin embargo, la neutralidad con la que se concibe esta secuencia y la descripción de los hechos parece abrir paso a una respuesta o a una sugerencia implícita de la situación. El espectador está sólo, sin la compañía de un sesgo al que atenerse para reconstruir una intencionalidad clara en el autor. El lenguaje plano enfatiza el absentismo interpretativo de quien organiza este evento documentado. La opinión o el juicio acerca de los hechos desaparece cuidadosamente borrado de forma que no existe una valoración de aquello que se muestra. Sería fácil atribuir esto a la elocuencia de los hechos. Sin embargo, hacerlo sería caer en la inercia de esa solución implícita por la que la temática nos envuelve en el gesto de lo político. Un gesto que tiene también una tradición en el arte contemporáneo.

De algún modo la propuesta de Santiago Sierra resulta a este respecto mucho más perversa. Tanto como para encerrarse en una lectura fría y descomprometida con la realidad que retrata y para constituirse como un ejercicio formal de la conciencia artística. Un ejercicio en el que la crítica y lo ídeológico lo son sólo desde un punto de vista formal. Es decir, entendiendo la “crítica” como un ejercicio de delimitación (en este caso referido al discurso artístico) y lo “ideológico” como manifestación de la mala conciencia de un espectador condicionado y definido por el hecho mismo de ser partícipe (privilegiado) de ese discurso de lo artístico. Un discurso que puede permitirse internamente y de manera irrelevante el ejercicio de la crítica social como un gesto en el que surge una complicidad exclusivamente estética con los espectadores.

Sin duda al optar por un mismo hecho económico en diversos entornos, al actuar mediante un mismo principio sobre casos y contextos diferenciados, se pone de manifiesto que el principio de alienación del trabajo homologa todas las diferencias culturales y raciales entre los desfavorecidos. Pero los hechos que se narran diluyen sus virtudes políticas en la repetición del gesto en diversas variantes cada vez más anecdóticas. En este sentido la obra de Santiago Sierra consigue fijar un molde formal que es constatación de la dinámica de intercambio económico a la que estamos sometidos. Al mismo tiempo, ese molde se devalúa en la multiplicación virtualmente infinita de los casos. Convierte la gesta político-artística en puro gesto.

A pesar de todo ello las obras de Santiago Sierra se sitúan en un filo exquisitamente ambiguo en el que la frialdad no es sólo una premisa escenográfica que trata de conjurar el riesgo de lo panfletario en la obra, sino el posicionamiento neto de quien concibe ese evento desde la distancia. La mirada de estas obras sobre los personajes que participan no contempla una piedad sentimental. La posición desde la que se plantea la obra tiene como horizonte real el propio circuito artístico en el que se inscribe. En este aspecto la astucia formal de Santiago Sierra puede resultar a un mismo tiempo fraudulenta y perfecta. Perfecta en su compleja retórica intraartística, y fraudulenta en lo que se refiere a su interés o su compromiso real con los protagonistas de esas obras. Al reproducir como artista los mecanismos de enajenación del mercado de trabajo apunta a una mala conciencia que a menudo hace saltar los argumentos más pueriles en contra de su propuesta. Su obra, producida con el esfuerzo y hasta el sufrimiento de otros, parece beneficiarse de una aberrante plusvalía artística que ha molestado a muchos.

Pero al mismo tiempo esas obras satisfacen sordamente una necesidad imperiosa por romper los límites mismos de lo artístico para insertarse en el contexto social y político. Algo tradicionalmente pretendido por el arte contemporáneo y que en el hermetismo tautológico de su obra adquiere tintes de cinismo. Un proyecto de inserción en el campo de la praxis que sistemáticamente fracasa en la impotencia manifiesta de lo artístico ante esa realidad y frente a su propia condición de actividad lujosa y residual. 

No cabe ninguna duda de que las “situaciones” creadas por Santiago Sierra según estas premisas son ricas en significados que inevitablemente proyectamos en ellas a partir de su economía retórica. Las obras que se han planteado en torno al tatuaje implican de algún modo la idea del estigma social como parte de un mecanismo de exclusión. La línea que hilvana de forma indeleble a las personas que se prestaron para las obras de Santiago Sierra, una línea tatuada en la piel, es una frontera testimonial de la marginalidad. Convierte el estigma social en una marca “realizada”. A diferencia de la limosna, que subraya ese estigma excluyente, esta obra consiste en un intercambio comercial: estas personas prestan su cuerpo a una inscripción avalada por el sello de lo artístico. La tensión implícita en el signo, una línea muda sin otra ornamentación, resume la simplicidad y la coherencia de un acto que simula un intercambio comercial, pero que se integra en el horizonte de interpretación del arte. Y no tanto porque interpretemos lo real a través de un acto alegórico, sino más bien porque reinterpretamos lo artístico a través de esa realidad desnuda que lo circunda. La acción, un dibujo en la piel, no sólo interpela a la dirección de un museo público (que se ve obligado a revisar si legalmente puede albergar un intercambio comercial de estas características, como hiciera el MNCARS a raíz de la exposición Perversiones del minimalismo), sino que se vuelve hacia la noción misma de lo artístico.

Santiago Sierra sustituye con lucidez en sus enunciados la figura del “trabajador” por la del “remunerado”. Sus obras aprovechan una disponibilidad para desempeñar cualquier tarea entre personas con dificultades económicas. La precariedad hace posible que el “remunerado” acepte sin preguntar, o lo que es lo mismo, sin comprender, una situación en la que no hay un producto claro como consecuencia del trabajo. El remunerado no entiende qué tipo de plusvalía se extrae de su sometimiento, pero su disponibilidad subraya precisamente la falta de una conciencia sobre un mecanismo de intercambio comercial que se presupone tanto en su necesidad como en su injusticia.

Esta falta de conciencia que parece incluida como una cláusula oculta de la relación contractual, adquiere una forma lingüística en la obra que pudo verse en ARCO’02. En esta ocasión esa aceptación inconsciente adquiere la forma de un acto de habla que no se entiende a sí mismo, que se revela como un acto inconsciente, promovido por la propia remuneración, pero del que se excluye intencionadamente la conciencia. La proposición se pronuncia, pero no se entiende, carece de significado aun cuando su significado pone de manifiesto la falta de conciencia. En el caso de las 11 personas remuneradas para aprender una frase, el componente lingüístico encierra un bucle del sentido. Una sutileza conceptual que se aleja de la hiriente idea del tatuaje. Los personajes repiten una frase cuyo significado desconocen pero que se adecua perfectamente mediante ese significado a su propia realidad, al hecho de ese desconocimiento semántico. La frase es un Epiménides probablemente no catalogado en la familia de proposiciones autocontradictorias que han alimentado las especulaciones de la lógica y la filosofía del lenguaje. Los Epiménides se basan normalmente en una negación del valor de verdad, o del valor normativo en algunas variantes, del significado mismo de la frase que se enuncia. La paradoja del mentiroso es el más clásico. En el caso de Santiago Sierra se trataría más bien de una contradicción pragmática en el uso del lenguaje. Su transgresión se dirige contra los presupuestos de una atribución de conciencia en los actos de habla de cualquier interlocutor. Iría en contra de lo que Grice enunciara en 1969 al hablar de “Las intenciones y el significado del hablante”. En ello está claramente implicado un problema moral en las relaciones económicas que se establecen con una nueva “clase trabajadora”, los remunerados, de la que la conciencia está por completo ausente. Esa ausencia implica en términos lógicos y lingüísticos una aceptación. Santiago Sierra construye el evento de manera literal, de forma que la contradicción tiene lugar como un verdadero Epiménides local y realizado.

La obra tiene la virtud de presentarse como propuesta de una nitidez inapelable. Se muestra bajo la forma de una constatación de hechos acontecidos y que se nos testimonian objetivamente mediante una narración precisa y una documentación videográfica o fotográfica. Con ello se estructura narrativamente bajo los modelos expositivos del arte contemporáneo. El contenido conceptual se despliega sobre un soporte mestizo entre el texto y el testimonio gráfico. La autosatisfacción de la obra desde un concepto ahorra residuos retóricos que muy fácilmente podrían aparecer en una propuesta de estas características, pero al mismo tiempo la recluyen en su propia perfección. Una perfección además abocada a la repetirse bajo variantes que disuelven su objetivo. Es en este aspecto en el que la crítica social se convierte en una forma pura, intacta, un gesto político volcado sobre el discurso general de lo artístico que cobra especial relevancia en entornos como ARCO.

 
   
   
   
 
 
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